historias de foot ball
sábado, 5 de mayo de 2012
Mi historia de clásico
Escritor invitado Jorge Marimon, Estudiante, 16 años.
Tengo la sensación de que ocurrió hace más de una década. Pero no. Fue hace 7 años. Eran tiempos lindos, la hinchada siempre otorgaba un espectáculo que podía equilibrar cualquier caída que tuviese la U en la cancha. Era una masa enorme que se escuchaba como una sola voz, que expresaba un apoyo y amor incondicional hacia la institución cuya insignia es la más hermosa del mundo: el chuncho. Ese año era el primero en que yo había decidido abandonar la comodidad de Andes para vivir la pasión de los míticos tablones de madera de la galería sur del Nacional. Ya me sabía todas las canciones, pese a mis escasos 10 años de edad. Me levanté cuando ya se aproximaban las 11 de la mañana del 10 de abril de 2005 con una leve ilusión de que lograría entrar de alguna manera al estadio para observar el superclásico entre mi amada Universidad de Chile y su archirrival, Colo Colo. Tristemente mi viejo no había logrado conseguir entrada para los 2, pues la única que consiguió fue una entrada revendida para el sector de Andes, a un precio que prefiero omitir. Dado su fanatismo y mi corta edad, privilegió su asistencia en solitario al encuentro. La verdad, mi resignación se dio rápidamente. Decidí que lo vería con mis primos, no tan fanáticos como yo, pero que no se perdían estos partidos en su novedosa y moderna televisión Mitsubishi, que venía de regalo con el lujoso auto que mi tío se había comprado. Por esos años la familia gozaba de una estabilidad económica que incluso daba espacio a lujos como aquel Mitsubishi Montero Sport, que posteriormente tendría un rol protagónico en el desarrollo de esta historia.
Faltaban dos horas para el partido. Esas dos horas, independiente de la abundancia de deliciosa comida que ahí había, se hacían eternas. Mis primos jugaban con una consola que a mí no me llamaba la atención. A simple vista, parecía un antisocial insertado en la familia, pues no hacía más que mirar al horizonte en silencio pensando en como estaría gozando mi viejo las horas previas al clásico ahí en las butacas de Andes, mientras los demás presentes se divertían o socializaban. Debo confesar que había un pequeño espacio en mi cabeza para la idea de lograr entrar de alguna manera al estadio, pero era utópico, pues para eso habría tenido que llegar por mis propios medios al recinto de Ñuñoa desde aquel departamento ubicado en avenida Colón.
Resta una hora para el partido. Y aquí ocurre lo increíble de la historia. Al llegar al edificio de mis primos, yo le había comentado al conserje del lugar mis deseos de asistir de alguna manera al estadio, por irresponsable que fuera. Aquel honrado hombre, cercanos a los 50 años, de nombre Óscar González y albo de corazón, llamó a través de un teléfono a la casa de la familia. Contestó mi tía, y dijo que era para mí, pero no me dijo quien era, por lo que infiero que Óscar ocultó su identidad, y por la misma razón no utilizó el citófono. Sus palabras, según logro recordar, fueron las siguientes: “Aló, ¿Jorgito? ¿Ahora sí? Soy el Óscar, el conserje del edificio. Pasa lo siguiente, mi hermano menor y su sobrino tenían entradas pa’ galería norte, pero el Renzo (deduje que se trataba del sobrino) se fracturó la mano jugando a la pelota, y no pueden ir. Hay dos entradas. Y dos problemas. Son pa’ galería norte, que es la del Colo, asique no podís llevar na de la U, y no tenemos como movilizarnos pa’ ir a buscar la entrada a Macul y de ahí irnos pa’l estadio.”
Mis emociones se intensificaron. Mi escaso conocimiento de la vida a esa edad evitó que sospechara malas intenciones del conserje, y me llevó a tener la irresponsabilidad de hacer lo que hice, y de dar un susto tremendo a mis familiares. Le respondí a Óscar disimulando mi exalto para que mis familiares no me preguntaran nada, y le dije que sí, que deseaba ir con él a la ubicación que fuera para no perderme el partido y el espectáculo de Los de Abajo, aunque fuese en la trinchera enemiga. Luego vino el problema del transporte, pero tuvo una fácil solución: cogí con sigilo las llaves del auto de mi tío y las metí en mi bolsillo. Para ganar tiempo sin que sospecharan de mi ausencia, les dije a todos que iría a la librería, que estaba a tres cuadras de la casa, a comprarme un estuche para el colegio pues el mío, que usaba desde hace 2 años, ya presentaba muchos daños y falencias. Pedí dos mil pesos para hacer aún más realista mi historia. Y bajé.
Abajo estaba Óscar con el otro conserje listos para hacer cambio de turno. Óscar portaba una vieja camiseta de Colo Colo que me causaba gracia por lo estropeada que estaba, pero en ese momento yo no sabía que esa camiseta había sido utilizada por el mediocampista Marcelo Espina unos años atrás. Le mostré las llaves del auto de mi tío, esbozó una sonrisa, y me dijo con mucha sinceridad: “Estái weon?”. Prosiguió diciendo “¿cómo se te ocurre sacarle las llaves a tu tío cabro weón, esto de llevarte me va a costar la pega de todas maneras pero haciendo eso me podís llevar hasta a la cana po oiga…” Años después analicé que por el hecho de llevarme sin autorización de mis padres perfectamente se podría haber ido detenido. La gracia es que nunca supieron donde estuve. Eso se da por lo siguiente: me llevé las llaves en el bolsillo, y con los dos mil pesos nos tomamos un taxi que nos dejó en un lugar alternativo, que no puedo localizar de qué comuna se trataba. El tema es que ahí estaba un primo de Óscar, que le entregó las entradas. Ahí, y con gran generosidad, Óscar ocupó su dinero para tomarnos un taxi hasta el estadio. Todo se dio con absoluta normalidad en lo que respecta a entrar al estadio. La fila con los colocolinos, las revisiones policiales, subir las escaleras del estadio y tomar un asiento bien arriba en la galería norte, en el codo más cercano a Marquesina. El partido comenzó una hora después de que salí de mi casa. Supuse que me llamarían a mi teléfono Bellsouth. Pero eso no ocurrió hasta el minuto 23 de partido. No contesté. Decidí esperar hasta el entretiempo para llamar. Unos segundos después de la llamada llega el gol de Nelson “Chupa” Pinto”. Tremenda combinación con Jaime Riveros y definición potente y alta, imposible de atajar para Bravo. Lo celebro en mi interior. Llega el entretiempo, y cuando la barra se silencia llamo a mi tía. Le informo que me encontré con un amigo en la librería y que me vine a su casa, muy cerca de la librería. Para mí sorpresa y alegría, responde con tranquilidad y me dice que vuelva pronto. También se dio la increíble combinación de que durante todo el tiempo que estuve afuera, mis tíos no necesitaron el auto, por lo que no buscaron las llaves y jamás se dieron cuenta de que yo las había sacado.
Comienza el segundo tiempo. Por precaución, Óscar decidió que nos retiráramos del estadio cuando faltasen 10 minutos para el final, porque nos fuimos en el minuto 80 (cálculo que considera un margen de error de 1 minuto). El tema es que salimos antes del lamentable gol de Carreño y toda la trifulca que se armó después. Escuché el gol en voz de la sonora Garra Blanca mientras procedía a salir del estadio. Óscar se emocionó, saltó, y me abrazó. Yo, me puse a llorar. El dolor de no ganarle a los indios después de que nos habían ganado con ese gol de Miguel Riffo el clásico anterior me dolía en exceso. Tuve que secar mis lágrimas rápidamente, pues debía irme a mi casa y no podía encontrarme con mi viejo a la salida. Tomamos la micro. Nos bajamos y volvimos a tomar otra micro, que finalmente nos dejó a escasas cuadras del departamento. Llegamos al edificio, nos despedimos cariñosamente con un abrazo, pero no recuerdo haberle dicho gracias por lo que hizo por mí. Llegué cuando toda mi familia directa (mi madre y hermanas) me esperaba para irnos devuelta a nuestra vivienda. No saludé, aduciendo excesivas ganas de orinar. Llegué al baño, deje las llaves del auto al lado del lavamanos, y salí. Volví a mi casa. Rato después llegó mi viejo. Y pude mirarlo con la satisfacción de que él no fue el único de la familia que vivió aquel superclásico.
La próxima vez que volvimos a ir a ese edificio, Óscar ya no estaba. Mi viejo preguntó por él, pues le tenía cierto cariño debido a los años que llevaba trabajando ahí. Le dijeron que había renunciado. Nunca más supe de él. Años después le confesé a mi familia lo ocurrido, y desde ahí que percibimos a Óscar como un personaje místico de la historia de nuestra familia. Estoy muy agradecido de su persona por arriesgarse de tal manera por amor al fútbol, y espero que esté vivo, sufriéndose el momento de su amado Colo Colo y preparándose para ir este domingo 29 de abril de 2012 a hacerse presente en una nueva edición del superclásico del fútbol chileno. Esa es mi historia.
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